Aprieto
mis párpados con fuerza y siento ese viento fuerte que te impide caminar con
naturalidad. Abro los ojos y veo lluvia. Vuelvo a cerrarlos y escucho los
chasquidos del vaso de té mientras Salka los apoya en la bandeja para después
repartirlos. Los abro, y veo un ordenador. De nuevo la misma operación y…
sonrisas, juegos, clases, humanidad, cariño, alegría, cultura.
Me transporto al
último momento de mi precario viaje. Porque en eso se convirtió, en un viaje.
En ese último momento, Sidy, uno de mis nuevos hermanos saharauis, limpia mis
lágrimas mientras dice: “Así es la vida, un día ríes y otro lloras. Todo es
política. Y por política llevamos 38 años encerrados aquí”. Después marcha y no
lo volvemos a ver. Un hombre que no encontró la fuerza suficiente para
despedirse de nosotros.
Todo
sucedió de forma atropellada. Hace poco más de diez días me costaba cargar a
cuestas con toda la ilusión que tenía. Se desbordaba. Un voluntariado de
tres meses como profesora en los campamentos de refugiados de Tinduf. Un sueño
hecho realidad. A caballo entre Madrid, Argel y los campamentos de Tinduf,
conozco a personas que en minutos son capaces de convertirse en amigos. Qué
decir de la ebullición de sentimientos, que a modo de agua hervida que rebosa
una olla, salen de mi interior al pisar la arena del desierto. Esa noche las
estrellas brillan como no volverían a hacerlo.
El reencuentro con mi otra
parte, Gali, es éxtasis. Escucho sus pasos que llegan del colegio y me apresuro
a esconderme tras la puerta. Ella huele que algo es distinto. Mi corazón puede
dibujar ondas en mi camiseta con su intenso latir. Un abrazo, interminable, que
días después parece que aun estoy dando.
Té,
risas, historias, recuerdos del verano y dormir abrazadas cada noche como si fuéramos
una pareja que se juró amor eterno. Porque nos lo juramos. Como también
prometimos que cada noche miraríamos la misma luna y sonreiríamos pensando que
al fin y al cabo no estábamos tan lejos porque podíamos ver el mismo astro. La
luna estos días, para nosotras, desapareció. Ya no la necesitábamos. Aun así me
empeñaba cada noche en mirar al cielo un buen rato sin poder cerrar la boca,
como si así cogiera un poquito más de asombro en mi cuerpo.
Los
escasos días se sucedieron entre clase y lección. Doy clases de francés a niños
de entre 12 y 17 años. Entre cuatro paredes coloreadas con papel de regalo y
sin más libro que mi palabra, los niños se pasan la libreta de unos a otros
para poder copiar lo que digo. A veces también se prestan el lápiz. Es especial
dar clases a niños que te dan más lecciones de las que yo pudiera dar nunca. La
primera vez que salí de clases con mi “Au avoir, à demain” y me paró una alumna
en la puerta para darme las gracias se me paró el mundo. No hubo forma de
reaccionar ni de “darle al play” de la vida hasta que no pasaron unos segundos.
Jamás, nunca, en 22 años, vi a nadie dar las gracias a un profesor por una
clase. Y piénsenlo, ¿hay algo más llano?
La
felicidad había cogido carrerilla. Cuesta abajo y sin freno. Con una nueva familia
saharaui en mi regazo, la pequeña Iljam domina mi risa. No hablamos el mismo
idioma, pero no podemos entendernos mejor. Ella se toca la nariz y trata de
fijar sus ojos en ella. Sabe que sonreiré y la imitaré.
Pero de
repente y sin anestesia, una llamada en medio de una clase me da unos minutos
para hacer mi maleta. Volvemos a casa. Los diez compañeros españoles corremos
serio riesgo debido al conflicto entre Mali y Argelia, algo a lo que paseábamos
ajenos gracias a la protección del pueblo saharaui.
No merece la pena recordar
la escolta del Frente Polisario que nos sacó de ese trozo de desierto en breves
horas, ni tampoco nuestro llanto de incomprensión. Tenía un minuto para
explicar a una niña de 12 años que su casa es insegura para mí, y que por eso
me marchaba para dejar ese desierto abandonado, una vez más. Supongo que no lo
entendió, porque cuando tratas de explicar algo en lo que no crees, es difícil mostrar
entereza.
Ahora,
cientos de kilómetros me vuelven a separar de ese atardecer en el que mi mirada
a contraluz puede divisar la silueta de las jaimas, los corrales de cabras y
esas mujeres luchadoras que cargan energía a base de té, esfuerzo y trabajo.
Volveré, he sellado mi palabra en esa arena hasta el día de su independencia. Promesa, pueblo hermano.
Fotografía: Alba Villén