jueves, 24 de enero de 2013

Días en el desierto


Aprieto mis párpados con fuerza y siento ese viento fuerte que te impide caminar con naturalidad. Abro los ojos y veo lluvia. Vuelvo a cerrarlos y escucho los chasquidos del vaso de té mientras Salka los apoya en la bandeja para después repartirlos. Los abro, y veo un ordenador. De nuevo la misma operación y… sonrisas, juegos, clases, humanidad, cariño, alegría, cultura. 
Me transporto al último momento de mi precario viaje. Porque en eso se convirtió, en un viaje. En ese último momento, Sidy, uno de mis nuevos hermanos saharauis, limpia mis lágrimas mientras dice: “Así es la vida, un día ríes y otro lloras. Todo es política. Y por política llevamos 38 años encerrados aquí”. Después marcha y no lo volvemos a ver. Un hombre que no encontró la fuerza suficiente para despedirse de nosotros.

Todo sucedió de forma atropellada. Hace poco más de diez días me costaba cargar a cuestas con toda la ilusión que tenía. Se desbordaba. Un voluntariado de tres meses como profesora en los campamentos de refugiados de Tinduf. Un sueño hecho realidad. A caballo entre Madrid, Argel y los campamentos de Tinduf, conozco a personas que en minutos son capaces de convertirse en amigos. Qué decir de la ebullición de sentimientos, que a modo de agua hervida que rebosa una olla, salen de mi interior al pisar la arena del desierto. Esa noche las estrellas brillan como no volverían a hacerlo. 
 El reencuentro con mi otra parte, Gali, es éxtasis. Escucho sus pasos que llegan del colegio y me apresuro a esconderme tras la puerta. Ella huele que algo es distinto. Mi corazón puede dibujar ondas en mi camiseta con su intenso latir. Un abrazo, interminable, que días después parece que aun estoy dando.

Té, risas, historias, recuerdos del verano y dormir abrazadas cada noche como si fuéramos una pareja que se juró amor eterno. Porque nos lo juramos. Como también prometimos que cada noche miraríamos la misma luna y sonreiríamos pensando que al fin y al cabo no estábamos tan lejos porque podíamos ver el mismo astro. La luna estos días, para nosotras, desapareció. Ya no la necesitábamos. Aun así me empeñaba cada noche en mirar al cielo un buen rato sin poder cerrar la boca, como si así cogiera un poquito más de asombro en mi cuerpo.

Los escasos días se sucedieron entre clase y lección. Doy clases de francés a niños de entre 12 y 17 años. Entre cuatro paredes coloreadas con papel de regalo y sin más libro que mi palabra, los niños se pasan la libreta de unos a otros para poder copiar lo que digo. A veces también se prestan el lápiz. Es especial dar clases a niños que te dan más lecciones de las que yo pudiera dar nunca. La primera vez que salí de clases con mi “Au avoir, à demain” y me paró una alumna en la puerta para darme las gracias se me paró el mundo. No hubo forma de reaccionar ni de “darle al play” de la vida hasta que no pasaron unos segundos. Jamás, nunca, en 22 años, vi a nadie dar las gracias a un profesor por una clase. Y piénsenlo, ¿hay algo más llano?

La felicidad había cogido carrerilla. Cuesta abajo y sin freno. Con una nueva familia saharaui en mi regazo, la pequeña Iljam domina mi risa. No hablamos el mismo idioma, pero no podemos entendernos mejor. Ella se toca la nariz y trata de fijar sus ojos en ella. Sabe que sonreiré y la imitaré.
Pero de repente y sin anestesia, una llamada en medio de una clase me da unos minutos para hacer mi maleta. Volvemos a casa. Los diez compañeros españoles corremos serio riesgo debido al conflicto entre Mali y Argelia, algo a lo que paseábamos ajenos gracias a la protección del pueblo saharaui.

 No merece la pena recordar la escolta del Frente Polisario que nos sacó de ese trozo de desierto en breves horas, ni tampoco nuestro llanto de incomprensión. Tenía un minuto para explicar a una niña de 12 años que su casa es insegura para mí, y que por eso me marchaba para dejar ese desierto abandonado, una vez más. Supongo que no lo entendió, porque cuando tratas de explicar algo en lo que no crees, es difícil mostrar entereza.
Ahora, cientos de kilómetros me vuelven a separar de ese atardecer en el que mi mirada a contraluz puede divisar la silueta de las jaimas, los corrales de cabras y esas mujeres luchadoras que cargan energía a base de té, esfuerzo y trabajo. Volveré, he sellado mi palabra en esa arena hasta el día de su independencia. Promesa, pueblo hermano.

 Fotografía: Alba Villén